domingo, 5 de diciembre de 2010

La noción de 'naturaleza' en los antiguos cínicos

Reza un fragmento de Heráclito: “Ser sabio es virtud máxima, y sabiduría es decir la verdad y obrar de acuerdo con la naturaleza escuchándola”.[1] Vale la pena, interrogarse qué viene a significar esta concordancia con la naturaleza que propugnaban los filósofos, así llamados, físicos; sea cual sea el lugar por donde lo abarquemos, es muy difícil saber qué quiere decir ‘naturaleza’ en estas líneas. Pero, quizá nos ayude a acercarnos a la concordancia que los cínicos predicaban tanto de palabra como también de hecho.

Preliminarmente, debemos tener alguna noción de lo que es el cinismo. De seguro, luego de lanzar una gran maraña de insultos y oprobios, a quien miente con impudicia y descaro, terminamos con la peor de todas las deshonras: “cínico”. La palabra se ha hecho tan profundamente comprendida, dentro de las situaciones cotidianas, que no hay peor deshonra que ser llamado de esta manera. Por supuesto que nadie recuerda a un sujeto que tenía un tonel por casa, ni menos aún a un hombre que trata de vivir conforme a la naturaleza, desplazando así las temporales leyes de los hombres.

La palabra cínico (kynikós) viene del griego perro (kyon) y si tuviéramos que traducirlo al español, diríamos que es algo así como “perruno”. Seguramente, no pensamos en estos animales, cuando escuchamos el reproche “cínico”. Pero tal era la vida de estos filósofos, que con gran frecuencia eran llamados “perros”, sobretodo en el caso de Diógenes, a quien parecía no molestarle en absoluto que se le llamara de esta forma.

Diógenes sinopense (o Diógenes el perro, si se quiere) es el máximo exponente de esta corriente, de ello no cabe la menor duda. De él conservamos solamente testimonios y un contingente de doxografía que su homónimo Laercio ha recopilado en Las Vidas y opiniones de los filósofos más ilustres. Célebres son sus anécdotas: despreció la suculenta oferta de Alejandro Magno, de pedir lo que se le antojase; respondiendo simplemente “No me hagas sombra”[2], se reía abiertamente de la definición platónica del hombre como “bípedo implume” haciendo correr un gallo desplumado por la Akedemea, diciendo: “He aquí el hombre de Platón”[3], y el sincero reproche que lanzaba hacia Filipo el rey, cuando, luego de una batalla, el cínico cae preso y siendo preguntado por el padre de Alejandro quién era, respondió: “Soy un observador de tu ambición insaciable[4].

Grandes hazañas hacía el perro, pero poco es lo que nos queda de su ideario, pues sólo tenemos algunas sentencias que solía verbalizar y que han quedado registradas. Pero, aventurémonos a dar una interpretación en torno a su figura y su posición de constante denuncia. Diógenes fue un perro que solía morder a quien se desviaba del camino de la virtud, y sabía mover la cola a quien empezase a comprender la radical importancia de la naturaleza en la vida del hombre.

¿Qué significaba vivir en concordancia con la naturaleza para un cínico?, quizá aquí esté la gran diferencia que separaba a estos filósofos de Heráclito y de los estoicos. Para los cínicos, esta concordancia no acababa en la teoría, ni en una idea; para ellos significaba vivir como los dioses, quitando de sí las vanidades de los hombres que nos alejan de lo primordial.

Quizá podamos acercarnos al cinismo si hacemos una consideración de los personajes mitológicos griegos que juegan importantes roles, formando una dialéctica de opuestos: Prometeo y Heracles.

Las referencias a Heracles en el cinismo se ven desde sus inicios: El gimnasio que Antístenes frecuentaba, a saber el Cinosagro[5], tenía por dios tutelar a Heracles, pues al igual que Antístenes y todos los que recurrían a aquel gimnasio eran bastardos, hijos ilegítimos, producto de un padre ateniense y una madre extranjera, mientras que Heracles era hijo de Zeus y la mortal Alcmena. Podemos ver en estos fragmentos, la manera en que se nos aparece la aspiración cínica del dominio de sí mismo, frente a la locura que nos viene de afuera…, sabemos que Heracles padeció una locura que Hera, arrebatada por sus celos y envidia, le indujo; sin embargo esta locura termina siendo enfrentada por el héroe y logra dominarse a sí mismo de los males que le provocaba la envidia de la diosa. De la misma forma, el filósofo cínico se percata de la multitud de males que los hombres padecen a causa de estas pasiones.

Recordar también que una anécdota nos cuenta que Diógenes al ver a un hombre vestido con una piel de león, le gritó: “¡Deja de insultar el sayo [atuendo] de la virtud!”[6]. Esta referencia evidencia de manera explícita la admiración que propugnaba Diógenes al héroe.

Además, cabe recordar que Heracles es una antinomia de la civilización en primera instancia. Hugo Bauzá nos dice: […] Heracles es un ser salvaje, casi bestial, más próximo al ámbito de la naturaleza que al de la cultura; testimonio de ello son su indumentaria y sus armas: la piel de león -no curtida-, que lleva como hábito y su maza, que es el arma anterior a la civilización”[7].

Podemos observar también la importancia de la fuerza con que los cínicos soportan las adversidades, incluso las climáticas; como sabemos Diógenes “durante el verano se echaba a rodar sobre la arena ardiente, mientras que en invierno abrazaba las estatuas heladas por la nieve, acostumbrándose, así, a todos las asperezas”[8]. Pero no exageremos, es sólo este el parentesco con Heracles, pues también el hijo de Zeus es un representante de la sumisión política. No hablamos del Heracles de los trabajos que permiten la expansión de la Hélade, sino que del Heracles hijo de condición desigual, resistente, que se auto-domina y en este sentido, es representante de los paradigmas cínicos de Antístenes y Diógenes.

Por otra parte, como decía anteriormente, está Prometeo quien roba el fuego para dárselo a los hombres, siendo el representante más fidedigno de la civilización y de las vanidades que cínicos, como Diógenes, aborrecían. Además, de alguna manera, el eterno sacrificio de Prometeo, lo que nos viene a traer es el mundo de la técnica; quizá el perro supo tener tal altura de mira, que podía preveer que el progreso de la técnica acabaría por hacer de la naturaleza un objeto controlable y calculable. Quizá, con ese presentimiento inefable el perro tendría la costumbre de comer carne cruda, incluso hasta llegar a las últimas consecuencias…

Como podemos ver, esta dialéctica de opuestos, nos demuestra la importancia que tenía deshacer todo tipo de vanidades que alienasen al hombre, desde ufanarse por ser hijo de padres legítimos políticamente, hasta el desprecio por la comida cocida. Diógenes con su vida hizo caso del mandato celestial: vivió para reacuñar la moneda de las convenciones socio-políticas imperantes, para transmutar los valores.

Diógenes siguiendo el designio délfico, de modificar la legalidad vigente[9] se hizo discípulo de Antístenes, quien gozaba de pocos discípulos. Pues llevando siempre la contra, el perro nos enseña a ser perseverantes: Antístenes siempre le apartaba de sí, hasta que un día, levantando su bastón para golpearle, el perro ofreciendo su cabeza dijo: “¡Pega! No encontrarás un palo tan duro que me aparte de ti mientras yo crea que dices algo importante”. Entonces la vida frugal comenzó para Diógenes.

Pero esta vida frugal y simple, conllevaba dentro de sí una subversión política que mostraré a continuación:

A) La disposición de los espacios: para Diógenes no existía un lugar específico para vivir o satisfacer necesidades de cualquier índole. Cualquier lugar permite hacer cualquier cosa, lo que explica que este filósofo se masturbe en pleno ágora[10] y que al ser invitado a una mansión muy lujosa y se le haya impedido que escupiera, escupió en la cara del dueño reclamando que no había encontrado lugar más sucio para hacerlo[11].

Para Crates e Hiparquia las relaciones sexuales no eran un evento privado, por ello se unían amorosamente en pleno público.[12] Podemos percatarnos de que esta idea tiene un nexo muy fuerte con el cosmopolitismo cínico. El mundo como un cualquier lugar, entraña la idea de abolición de culturas locales y las costumbres nacionales, en este caso la de Atenas; puesto que esta subversión cínica conlleva el desprecio de la institucionalidad política y todo lo que esta implica.

B) Rechazo a la paideia: el perro despreciaba las principales disciplinas que cultivaban los griegos, a saber la música, la matemática y la retórica. Pues para el cínico no es posible que se desplace el saber vivir bien y de acuerdo a la virtud, por la enseñanza de diversas técnicas; por ello el cínico vive propugnando la ética como el conocimiento más legítimo y primordial para la vida humana. Nos cuenta Laercio que el perro al escuchar que uno le reclamara que no podía aprender filosofía le respondió: “¿Para qué vives entonces, si no te importa vivir bien?”.

Sin ética, sin razón no vale la pena habitar el mundo. El perro solía decir que en esta vida había que valerse de la razón o de la horca. Por ello también no duda en sugerir el suicidio como una vía de redención, pues al estarle pidiendo limosna a un sujeto, éste le dijo: si logras persuadirme, y entonces Diógenes le respondió: “Si pudiese persuadirte de algo, te persuadiría de que te colgaras[13], y Antístenes al ser iniciado en los misterios órficos por un sacerdote y escuchar que le decía que participaría de muchas aventuras en el Hades[14], le respondió: “Y tú entonces ¿Por qué no te matas?”.

La muerte, pareciese ser el único antídoto para una serie de sujetos, quizá si Diógenes y Antístenes se hubieran permitido acumular riquezas, podríamos imaginarlos a los dos regalando cuerdas a un amplio público de bípedos necios.

Después de todo, no sería un mal a la humanidad, ya que es muy difícil encontrar a un hombre, a pesar de que se le busque con una lámpara, y a pleno día por toda la polis. Ciertamente, lo más que podemos encontrar, sería muchachos, pero sólo en Esparta. La humanidad e incluso los muchachos están extintos en Atenas, por donde se les busque ya no los hay; pero, aún así, Diógenes insiste, el perro es perseverante tiene la atípica esperanza de encontrar a un hombre, cuando existe una muchedumbre de animales que han sido alienados y pervertidos por el mundo de la política y las comodidades, es decir, por medio de la vanidad, el ser humano ha alejado de sí todo vestigio de humanidad. Cabe preguntarse cuál es la tarea de Diógenes en la polis: si acaso hacer volver al bípedo a su humanidad, o bien a su animalidad.

Por una parte, Diógenes, a pesar de ser discípulo de Antístenes, ha tenido las más valiosas enseñanzas de sus hermanos animales: de un ratón aprendió a adaptarse a todas circunstancias y a desatender las comodidades convencionales. Nuestro filósofo dudaba si el animal era superior al hombre, pues cuando veía a los filósofos, médicos y pilotos creía que el hombre era superior al animal, pero en cambio cuando observaba a unos patéticos adivinos, intérpretes de sueños y una seguidilla de ignorantes a su cola, creía que el ser humano era inferior al animal.[15]

Además, si pudiésemos decir que existió una teología cínica, esta invierte el camino para llegar a la divinidad, como señalan Branham y Goulet-Cazé[16], trastocaron la serie animal-hombre-dios, para proponer el orden hombre-animal-dios, puesto que los animales y los dioses son representantes de la autosuficiencia, a la que tanto aspiraron los cínicos.

No obstante, este problema no puede ser resuelto de esta manera así y sin más, pues de alguna manera Diógenes debe buscar un hombre, quizá porque cree que estos animales se han distanciado mucho de una humanidad… pero ¿Cuál es la humanidad que Diógenes busca?

Si para él, buscar un hombre, significaba buscar otro cínico como él, no se hubiese presentado a Alejandro Magno como perro[17]… El cinismo no es una forma en la que el bípedo implume llega a ser hombre, sino que es una forma de vivir que nos hace ser semejantes a los dioses, y prueba de ello es que Diógenes, al ver el pórtico de Zeus exclama que ese pórtico lo decoraban para él, luego ubicó allí el tonel que tenía por vivienda. Además, de al oír que Alejandro se le honraba como al dios Dionisio, Diógenes propuso que entonces se le honrase a él como si de Serapis se tratase.[18]

Podemos hacernos una idea del tamaño del proyecto de invalidación de las convenciones sociales, incluso cuando vemos que se rechaza incluso la tradición cultural de una manera radicalísima. La paideia queda completamente desplazada, incluso en sus marcos teológicos y antropológicos.

C) Llevar la contra: como ya hemos visto, la figura de Diógenes es la del que lucha siempre en contra de la corriente… de manera literal incluso, pues mientras salían las multitudes del teatro, el perro se abría paso para entrar y siendo preguntado porqué hacía eso, respondió que era eso lo que proponía hacer por toda su vida[19]. El objetivo más radical de los cínicos, entonces, tiene la apariencia de difuminarse, pues ¿qué es lo principal para la vida del perro, llevar la contra siempre o llevar una vida de concordancia con la naturaleza? Este distanciamiento es solamente virtual, la naturaleza está compuesta de una lucha constante de opuestos como ya decía Heráclito[20] en sus fragmentos.

Era tan fuerte esta tendencia en Diógenes, que le pedía limosna a una estatua[21] diciendo que de esta manera se acostumbraría a ser rechazado, ¡y de la manera más fría imaginable!

Ahora bien, la naturaleza, puede empezar a ser abarcada desde el momento en que ya hemos dado una referencia de la subversión política del gran cínico.

La naturaleza (physis), sostiene Diógenes, se opone a la ley (nómos)[22], las leyes son producto de las ciudades y las ciudades de la civilización; por lo cual se evidencia la noción de ley que los cínicos tenían, puesta como un fenómeno particular de determinada cultura y época, “no hay gobierno justo más que el del universo[23], termina concluyendo el perro.

El rechazo cínico a las leyes, viene a ser efecto de su desprecio a la civilización, aquello que se opone a la naturaleza, puesto que la civilización trae consigo la técnica, la vanidad y un caótico contingente de costumbres convencionales que no hay porqué respetar.

La naturaleza, en cambio, no tiene un carácter temporal, esto ya lo decía Heráclito en su fragmento: “Este cosmos, uno mismo para todos los seres, no lo hizo ninguno de los dioses ni de los hombres, sino que siempre ha sido…”[24]. La naturaleza representa la eternidad, lo permanente, lo que no cambia. Pero, mientras Heráclito sostiene que el devenir es lo único que no deviene, el cambio lo único que permanece. Los cínicos, en cambio, vieron que esta naturaleza implicaba una radicalidad profunda que se debía hacer lo posible y lo imposible para ser uno con ella. El hombre debe vivir según naturaleza y esto para los cínicos significaba vivir en honestidad, simpleza y sobretodo, vivir conforme a la virtud. Mientras que la virtud, para un cínico está formada principalmente por tres partes: la autarquía, la parresía y la simpleza.

El perro es autárquico, pues se domina a sí mismo, lleva una vida ascética en la que renuncia a las vanidades que impiden escuchar la voz de la naturaleza. Crates, siendo un hombre muy adinerado, se acercó a Diógenes y le dijo que lo quería seguir; Diógenes le dice que para seguirlo, debe renunciar a sus riquezas, lanzando todo su dinero al mar. Crates, a diferencia del pasaje semejante del evangelio, hace caso del llamado de la naturaleza, deja sus riquezas, toma su báculo y zurrón y sigue al perro en sus enseñanzas.

Los cínicos, predicaban la parresía, a saber, un estilo áspero y directo de hablar, en que se dice todo, sin ningún tipo de eufemismos, indirectas, ni mentiras. La parresía, para Diógenes, es lo mejor que puede tener el hombre: para el significaba decir las cosas con honestidad, sin cuidarse del peligro socio-político que implica decir la verdad. Como sabemos, Diógenes no dudaba en decirles lo que pensaba con completa honestidad, ni al rey Filipo, ni al joven emperador Alejandro. Como podemos ver, la parresía, va muy de la mano con la valentía de los cínicos, pues sabiendo que una insolencia a una de estas autoridades podía causarles una muerte certera y espontánea, no enredaban su lengua para decir todo lo que decían.

El perro es simple y lleva una vida frugal, si no le encuentran habitación, no espera más y elige un tonel por casa y se queda en él; si ve que un chiquillo usa las manos para beber agua y no le es necesaria la copa, Diógenes se admira y se deshace de su jarra, pues le han aventajado en sencillez[25] y arroja también su plato, al ver que otro niño recoge sus lentejas en la corteza cóncava del pan.

La naturaleza, entonces, para los cínicos más allá de ser un concepto metafísico o un delirio romántico (como los de Hölderlin), sino que era un equivalente a la virtud, es decir, lo que nos hace ser semejantes a los dioses. Lo que hacían los perros al escuchar el intestino llamado de la naturaleza era arrojar todos los artificios que no les permitiesen vivir como dioses o como animales. El hombre que se ve por toda la ciudad, ha dejado de enseñarle gran cosa a Diógenes, quizá el ratón le enseñó mucho más acerca de la naturaleza, que su propio maestro Antístenes.

La vida de perros es una vida pública y descarada. Si da hambre, se come en el foro, no hay ningún problema, si las leyes de la polis están en decadencia, primero había un gobierno democrático y Atenas gozaba sus años de oro con Pericles. Ahora, los macedonios han vuelto el mundo al revés, de pequeños y modestos, pasaron a ser grandes… La política decayó en Atenas y hay que barrer con los últimos vestigios de hipocresía, hay que dar una respuesta y ¿qué mejor que dar la propia vida en forma de una artística protesta?

La vida de Diógenes, es una respuesta hilarante y llena de reproches, la de un perro que muerde a los malvados y a los impúdicos… Diógenes es el quínico que muerde a los cínicos. La inversión vuelve a darse, resulta que a quien llamábamos cínico, ahora resulta ser otra cosa.

Volviendo al principio de esta exposición, las nociones de cinismo que tenemos son aquellas que Diógenes despreciaba. Creemos que un cínico, es un desvergonzado, a pesar de que Diógenes al ver a un joven ruborizado, le dijo: “Ánimo, ése es el color de la virtud”[26] y tampoco el cinismo es mentiroso, puesto que proclama la parresía, como una virtud fundamental. El filósofo vagabundo odiaba este tipo de cinismos. El cinismo de los militares que vivían conquistando pueblos y alardeando su gloria, odiaba al cínico farmacéutico Lisias, teniéndolo por enemigo de los dioses. Diógenes odiaba entonces a quien lleno de impudicia y falsa consciencia vendiese gratuitamente los valores primordiales y eternos de la naturaleza, y los reacuñara con las convenciones temporales.

El quinismo, o cinismo antiguo si se quiere; era un materialismo dialéctico[27] originario (y quizá el único materialismo dialéctico real) pues funde de manera perfecta las condiciones materiales y las ideales, volviéndose el sujeto mismo la síntesis de esta dialéctica. Es el quinismo, el que lucha contra el idealismo, burlándose de Platón, diciendo que veía mesas y vasos, pero no mesidad, ni vaseidad[28]; es el cinismo de Diógenes el que llamaba las enseñanzas de Platón, una pérdida de tiempo[29] y destruía todos los cimientos de un idealismo que no tuviera contacto pleno con la materia, pues incluso se burlaba del concepto de participación de Platón; pues mientras comía higos secos se topó con Platón y le dijo: “Puedes participar de ellos”, Platón se anima, toma algunos y se los come, entonces Diógenes le responde: “¡Te dije que participaras de ellos y no que te los comieras!”[30].

Este movimiento cínico antiguo, del que hemos hablado, pareciera ser la principal constituyente de este renacimiento del quinismo…

Ya se podía ver el albor de una nueva época de quinismo, cuando Nietzsche proclamaba la transmutación de los valores establecidos, nos narraba en La Gaya Ciencia, que había un hombre buscando a Dios a pleno día y con lámpara; mientras que al mismo tiempo, o incluso, cuando Jonathan Swift escribía el cuento de una barrica, ya había un renacimiento quínico.

Cada vez se acerca más a nosotros una nueva venida de Diógenes, de alguna manera, Cioran viene a ser el epítome del cinismo, al exiliarse a sí mismo de Rumania y vivir proclamando no tener patria, recorriendo Francia en bicicleta y viviendo de lo que su escritura le permitiese limosnear, para poder sobrevivir comiendo en casinos universitarios y viviendo en una habitación que le había dispuesto la universidad para poder hacer su tesis, siendo que jamás termino su tesis sobre Bergson.

El quinismo, para finalizar, es la permanente respuesta con la propia vida, hasta con la propia materia, para hacer del sujeto, del cuerpo mismo, la forma de protesta y de denuncia a la falsa consciencia, el idealismo extremo, la crítica del poder imperial y política de distintas formas de alejar al hombre de su naturaleza.

Y finalmente, si llega a parecer una idea extrema el tener que vivir en un tonel y no tener propiedades, para tener que vivir de acuerdo a la naturaleza, esto es porque, al igual que los directores del coro, Diógenes sostenía que: “daba la nota más alta, para que el resto tome el tono adecuado”[31].

El perro, no es una regla universal, no es un imperativo categórico, es un paradigma al que tenemos que acercarnos; pero Diógenes no es la regla, él, como obra de arte, es el medio por el que podemos acceder a la regla. A través de las enseñanzas de Diógenes, entonces, es que podemos empezar a escuchar la voz de la naturaleza, que se encuentra muy lejos de la voz del tiempo, las leyes y la fortuna.



[1] Mondolfo, Rodolfo. Heráclito: Textos y problemas de su interpretación. México: Siglo XXI Editores, p. 44, fragmento 112.

[2] D.L. 38.

[3] D.L. 40.

[4] D.L. 43

[5] D.L. 13

[6] D.L. 45

[7] Bauzá, Hugo Francisco. El mito del héroe: morfología y semántica de la figura heroica. México: FCE, 2007. cap. 3. p. 45.

[8] D.L. 23.

[9] D.L. 20.

[10] D.L. 46.

[11] D.L. 32.

[12] D.L. 96.

[13] D.L. 59.

[14] D.L.3.

[15] D.L. 24.

[16] Branham y Goulet-Cazé. Los Cínicos. Barcelona: Seix Barral, 2000. p 40.

[17] D.L. 60.

[18] D.L. 63.

[19] D.L. 64.

[20] Mondolfo, Rodolfo. Heráclito: Textos y problemas de su interpretación. México: Siglo XXI Editores; pp. 30-46; 107-112.

[21] D.L. 49.

[22] D.L. 38.

[23] D.L. 72.

[24] [24] Mondolfo, Rodolfo. Heráclito: Textos y problemas de su interpretación. México: Siglo XXI Editores; p. 34 fragmento 30.

[25] D.L. 35

[26] D.L. 54.

[27] Sloterdijk, Peter. Crítica de la Razón Cínica. Madrid: Siruela, 2003. pp 175-182.

[28] D.L. 53.

[29] D.L. 24.

[30] D.L. 23.

[31] D.L. 35.

sábado, 4 de diciembre de 2010

De Vida

Recuerdo haberles hablado, lectores, de la vida como si de arcilla en nuestras manos se tratase. Recuerdo haber dicho que cada cual modelaba su existencia, en torno a sus apetiencias, deseos y voluntad. Recuerdo haberlo dicho, recuerdo haberlo pensado.

Sin embargo, esa convicción pareciese estar difuminándose, tornándose una borrosa sombra, sobre esa arcilla mojada, de la que les hablé. Realmente, pensar que la vida está en nuestras manos, lo sigo pensando en los sentidos en que lo dije, sin embargo, eso es en concordancia a las dificultades, dolores y sufrimientos... mi texto anterior, trataba de responder acerca de situaciones decadentes... ahora bien, a quien ya haya leído, a quien ya haya entendido qué quise decir en esas líneas, dedico la continuación de esta ética que propongo, esta ética autopoiética y a la vez, una ética del devenir.

Ya que pasamos el estadio autopoiético y hemos tomado consciencia del poder que tenemos para con nuestros propósitos e intenciones, llega un punto en el que se ha alcanzado cosas que deseabamos, las necesidades deben ser finitas, delimitadas estrictamente, para que la felicidad no se nos escape como agua entre los dedos.

Tenemos muchos propósitos, deseos, sueños, carencias, así como la harina, a pesar de haber sido resultado de un trigo trabajado, nosotros, en el ahora (quizá alguno que lea no) estamos siendo harina, harina que por sí misma y por sí sola, no sacia a nadie, pues no se ha saciado a sí misma.

El propósito de la harina, es la de volverse o una rica torta, o un simple pan. A pesar del trabajo duro que pueda acarrear el volver el trigo en harina, aún no ha terminado su ciclo, su estado conveniente, su preparación justa para la muerte.

Quien se ha formado, y es ahora harina, ¡me falta decirles que no es suficiente! ¡Falta pasar por un horno! ¡Falta dejarse a las vísperas del monstruoso sufrimiento de la perfección!

Quiero decir, entonces, que luego de haber tomado consciencia que nosotros somos quienes nos formamos y conformamos, con nuestros actos (si es que estos guardan, un mínimo de concordancia con nuestro ser) debemos un momento, dejarnos caer ante el devenir. Debemos saber padecer el cambio, el desgarre y la caída.

Experimentamos la libertad, al tener la arcilla, y esta libertad tiene el sabor amargo del vacío. Estamos sólos, no hay otro/s, sino que llevamos nosotros mismo nuestro peso y nuestra levedad. Las manos de la voluntad y del Demiurgo nos lanzan a la hoguera... nuestro rechinar de dientes es el único medio de perfectibilización. El sufrimiento, no requiere explicación, pues es la realidad positiva por antonomasia, es el paso de la potentia al actum...

Debemos saber dejarnos acontecer, estremecernos, atormentarnos por el vacío de nuestra condición miserable y carenciada, dentro del velo de Maya, que a la vez es perfecta en su quietud y en sus lamentos.

Luego de habernos creado, debemos soltarnos, debemos dejar esa arcilla a la intemperie... debemos saber renunciar al control que nos tenemos. Experimentar la soledad, el vacío y la angustia... pues sólo ellas son signo de virtud.

No podemos vivir manipulando la arcilla de nuestras vidas por la eternidad... debemos saber soltarnos, lanzarnos, dejarnos caer ante el mundo. Quizá esa sea la única forma de abrirnos legítimamente al mundo, arrojarnos ante su devenir, aceptarlo, saber que no somos nosotros los autores de nuestras vidas, en completud. Sino que la parte más fundamental, está en la inocencia, el olvido de nuestra voluntad, oponerse al viento de la otredad, pero también navegar con todos esos vientos, en posteridad.

Hay que dejar de hacer, para empezar a ser. Hay que saber mantenerse en pie, para caer en el ridículo y sufrir el advenimiento de la muerte y del olvido al que estamos destinados. Todos, absolutamente todos somos en y para el olvido. Nadie nos recordará en un tiempo, y si están pensando en nosotros ahora, ya se olvidarán. No podemos vivir en pos de una inmortalidad, para hacer permanecer nuestra deleznable materia en este mundo, o para exhalar nuestro espíritu sobre nuestra época y su posteridad. Existe el presente, ese hacer que se está haciendo, que nunca, jamás llega a hacer-se, pues es el ser mismo. El ser no es el hacer, no es el comer, el beber, el tener, el pensar, el decir, ni menos aún lo que han hecho, comido, bebido, tenido, pensado, ni dicho respecto de él. El ser, es tan extático y estático, que en su advenimiento absoluto, lo único que conoce es el cambio, y puesto que si el cambio es una constante, el cambio se cambia a sí mismo, siempre variando en su constancia, llegando al punto estático para luego volver a su constancia. Su inquietud, contempla la quietud, y su cambio contempla la permanencia. El paso de su paso, no da marcha, sino que se circunscribe su propio límite de la nada y del todo.

Esas son las dos fases de las que hablo: oponerse al viento y nadar entre todas las mareas. El camarón despierto y el camarón dormido en el mismo río, en el que todos somos y no somos.

Esa es la voz del espíritu, no es la medida de los anhelos, es la inocencia... la guía del dejarse caer, sufrir en consciencia e inconsciencia, ser aniquilado y ser víctima del devenir que adviniendo viene... ese sacrificio es la felicidad del espíritu, la medida del sufrimiento y la voluntad de fuerza, que con la propia inocencia, impiedad, sospecha y sufrimiento, aumenta su goce y su saber... La intemperie y el devenir, son tan constantes como estáticos, son tan hábidos de novedad, como de falsificación e inautenticidad... hay tanto vacío haya fuera, que el vacío de nuestros interiores trata de dar una circunferencia y volver a sí mismo... pero en sus fallos, tenemos la vida y en su completud, la muerte y la felicidad. Que son lo mismo, en realidad... un punto estático y extático en torno al vacío de la nada...

Amén

El desorden y el pecado original

Una consideración pesimista acerca del problema del mal en Agustín


Este trabajo planea dar un diálogo con la idea agustiniana del pecado como desorden, como un acto que es privativo y no como una deliberación activa y consciente de libre disposición y tendencia hacia el mal.

Como sabemos, Agustín es un estudioso de Platón, por lo que asume dentro de su ideario, la idea de que nadie comete una injusticia, teniendo pleno conocimiento de que lo que hace es injusto, malo, perverso, etc. Sino que la maldad tiene su raíz en la ignorancia.

El mal, por tanto, no es una posición de la voluntad humana, a pesar de nuestra libertad, jamás podremos escoger el mal, por el mal mismo. Sino que cuando lo escogemos, lo hacemos puesto que se nos ‘aparece’ como determinado tipo de bien.

La problemática que quisiera destacar, entonces, sería la del no-papel que juega el mal, dentro de este texto. Este mal, del que hablamos, no pudo haber sido parte de la creación de Dios; ya que Dios, en su bondad infinita no puede hacer/ser obra de/l mal. Ante esta paradoja, en que todo lo que existe fue creado por Dios (infinitamente bueno) y a pesar de ello, hay mal en el mundo.

Resulta ser que la única salida que tiene nuestro filósofo, es la de quitarle el ‘ser’ al mal: el mal es meramente una ausencia del bien, ya que el mal no se puede aprender, sino que sólo es producto de la ignorancia[1]. Pero ¿De qué carencia de ser estoy hablando?

Hablo de la carencia de ‘orden’, este concepto tiene una connotación central dentro de la filosofía agustiniana. El orden que había en el principio, fue quebrantado por el desorden de la voluntad humana, que desvió su atención de la razón (aquello que nos distingue de las bestias) y se avocó a la conquista de quereres envanecidos, yendo así a parar en el único fruto del jardín del Edén, que no debía ser comido.

Este desorden inicial, el de haber comido del Árbol del Conocimiento, yendo, así, en contra del mandato celestial de no probar bocado del fruto de ese perverso árbol, que se prestaba a la curiosidad de Eva. Este desorden, ha atravesado la historia de la humanidad, ha sido el principio de la constante caída del ser humano. Caída en el mal, que el devenir histórico no puede redimir sin la ayuda de Dios[2].

Justamente, frente a esta problemática, sería interesante dar una discusión de Agustín con un pensador de la modernidad: Kierkegaard.

Kierkegaard, el teólogo de la angustia, escribió su “Tratado de la Desesperación” para mostrarnos el estado de permanente caída y desorden en el que nos hayamos: no podemos llegar a ser nuestro ‘yo’ en esta vida y en este mundo, producto de ello, sufrimos una enfermedad mortal, que es la desesperación (que a efectos de síntesis, debo decir que es el tener un ‘yo’ y no llegar a serlo) y esta enfermedad, cesa sólo luego de la muerte, logrando cerrar el círculo de la ipseidad y culminando, de esta forma, con la unión plena del hombre con Dios, lo que sería el verdadero ‘yo’ que clama en cada uno de nosotros.

Esta desesperación, en la que nuestro ‘yo’ se ha separado de nosotros mismos, está causada principalmente por la noción de pecado original. Esta desesperación, la vida, en que no podemos ser nosotros mismos es un pecado y este pecado, tiene una radicalidad tan profunda, que no es meramente una falta de conocimiento; sino que por el contrario, este pecado viene a ser constituyente de nuestra naturaleza, nuestro estar-aquí, está siempre erradicado en la noción de tendencia de ser uno mismo, pero sin jamás llegar a serlo.

El pecado es naturaleza, es nuestro modo de ser. El pecado, dice Kierkegaard, es una posición[3], y el modo, en el que se desenvuelve nuestra existencia.

Por lo tanto, este paradigma luterano de la caída y el pecado, viene a destruir el argumento principal del padre de la iglesia. Resulta que el pecado, como consecuencia extraña, rara y especial, no es meramente un producto de la ignorancia y de la caída, sino que como señalaba anteriormente, es constituyente de nuestra naturaleza humana.

Nuestra existencia misma es una caída y una perpetuación en el mal, Schopenhauer señala:

“No conozco nada más absurdo que la mayoría de los sistemas metafísicos, que explican el mal como algo negativo. Por el contrario sólo el mal es positivo, puesto que hace sentir… Todo bien, toda felicidad, toda satisfacción, son cosas negativas, porque no hacen más que suprimir un deseo y terminar una pena”[4]

El mal, no es una mera ausencia, como señalaba, sino que en sus dos acepciones, la del mal a padecer y la del mal moral, son constituyentes de nuestra existencia en el mundo. Esto, porque somos producto de una voluntad ciega[5] que es la cosa en sí (esa misma cosa que, anteriormente, Kant había declarado por incognoscible, Schopenhauer celebra su descubrimiento en la idea de voluntad) y que en su proceso circular en el que el ‘querer’ no quiere otra cosa que el ‘querer’ mismo, y dentro de este proceso circular y absoluto, el querer nos toma (somos sujetos, sujetos del querer, de la voluntad) y producto de esto es que siempre que vamos en el mundo con vistas a alcanzar algún objetivo, o no lo alcanzamos y sufrimos, o bien, lo alcanzamos nos hastiamos y sufrimos. De una u otra manera, el sufrimiento siempre nos tomará, pues el sufrimiento y el querer son intrínsecos, a nuestra miserable existencia.

Para Schopenhauer, nosotros también hemos sido condenados por un pecado original:

“[…] La historia del Antiguo Testamento, a mis ojos es la única verdad metafísica de toda la biblia, aun cuando se presenta allí bajo el velo de la alegoría. Porque nuestra existencia a nada se parece tanto como a la consecuencia de una falta y de un deseo culpable”[6].

Nuestra calidad de condenados a la vida y al sufrimiento, nos viene dada por un deseo inicial, por una respuesta a una apariencia de carencia. Realmente no nos falta nada para ser felices, nos basta con ser lo que somos[7]. Pero ante la huída del ser, el hombre ha hecho del mundo, un objeto al que recurrir en busca de placer, a pesar de que este se encuentre tan cercano al sufrimiento, que es realidad positiva del universo.

El mal, en cuanto a sufrimiento o padecimiento, y también, en tanto concupiscencia, entonces es resultado del deseo, de esta huída a la vastedad que nos da el ser. El hombre huye del ser (no el heideggeriano, sino que ‘su ser’, el ser de Schopenhauer) y en esa huída, se encuentra la absurda y vacía voz del: ‘yo’, del individuo, que es una aberrante ilusión. Pues siempre que el hombre dice ‘yo’ desde su niñez, quizá quitándole un juguete a otro, arrebatándole a la tierra una rosa que consideraba bella, etc. En fin, cuando el hombre dice ‘yo’, ‘mío’ está pecando, está escuchando la voz de esa voluntad ciega y maligna que gobierna todo el querer del hombre. Logrando así, que el hombre siempre haga lo que quiera, sin jamás enterarse qué diablos es lo que quería. Puesto que el querer es el único que quiere y hace del hombre un animal que obra por y para el mal. Que sufre y que causa sufrimiento y hace de este mundo un infierno en el que todos se torturan permanentemente.

Este mundo, para Schopenhauer, sería un completo absurdo que fuera resultado de la creación de un Dios bondadoso y bueno, cito:

“Un dios como ese Jehová, que por su capricho y con produce este mundo de miseria y de lamentaciones, y que aún se felicita y aplaude por ello, ¡Esto es demasiado! Consideremos, pues, desde este punto de vista la religión de los judíos como la más inferior de todas las del mundo civilizado” [8]

La verdad es que este mundo no pudo haber sido el producto del trabajo de un ser todo amoroso sino, más bien, el de una especie del demonio, que trajo criaturas a la existencia con el fin de deleitarse al contemplar su sufrimiento."

Como he desarrollado, entonces, la perspectiva agustiniana para con el mal y con Dios, quedan reducidas al absurdo: o bien, Dios es malo y le encanta dejarnos a la merced del mal, o somos el producto de la Voluntad, que en su crueldad absoluta, nos ha eyectado hacia la existencia y nos ha dejado indefensos a las garras del dolor, el mal y la bondad, en este infierno que es el mundo, resulta un imposible, una utopía de ilusos cristianos.

Agustín, está dentro de este grupo de los ilusos, en la sección de los optimistas, que ven el mundo como una realidad, que tiene un principio de bondad. Mientras que esta vida es una carnicería infernal, en la que cada cual lucha por imponer su propio egoísmo y lucha por huir del sufrimiento, que está siempre presente. Agustín logra abrir los ojos, ya en el medioevo y a pesar de la metafísica optimista cristiana que proclamaba. Esta radicalidad del desorden y del sufrimiento humano, ya tienen una antesala en este santo obispo.

Pero aún, esta consciencia de la realidad no alcanzaba su cima en Schopenhauer, sino que quizá, recién puede hayarse una consciencia monstruosa (por lo tanto lúcida) de la realidad, en Cioran. Pero esta ya es harina de otro costal.



[1] De Hipona, Agustín. Del Libre Albedrío. Parágrafos 2-3.

[2] De Hipona, Agustín. La Ciudad de Dios. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 2009.

[3] Kierkegaard, Sören. Tratado de la Desesperación. Buenos Aires: Santiago Rueda, 1960; pp 119-125.

[4] Schopenhauer, Arthur. El Amor, las Mujeres y la Muerte. Madrid: Edaf, 2005; p. 118.

[5] Schopenhauer, Arthur. El Mundo como Voluntad y Representación. . México: Porrúa, 2005.

[6] Schopenhauer, Arthur. El Amor, las Mujeres y la Muerte. Madrid: Edaf, 2005; p. 124.

[7] Schopenhauer, Arthur. El Arte del Buen Vivir. Madrid: Edaf, 1984.

[8] Schopenhauer, Arthur. El Amor, las Mujeres y la Muerte. Madrid: Edaf, 2005; p. 123.


Lucrecio y el Cinismo inefeble del amor.

Lucrecio: quien descubre el alma, hasta sus rincones más dolorosos. Quien escribe con una fortaleza viril. Quien a la vez fue un representante del estoicismo: aquel es el personaje que me ha llamado la atención. Murió en sus propias manos, quizá probablemente como una víctima de su propio descubrimiento: el deseo ilusorio de los amantes de llegar a ser un solo ser, una sola carne y espíritu los lleva a una angustia dolorosa, a un sufrimiento profundo. Su descubrimiento, es justamente una “herida oculta”.

Sus versos, llenos de una malicia cínica, nos muestran la cruenta realidad que existe en quien ama y cree amar en profundidad. Puesto que la estrechez de cuerpos entre dos amantes, es siempre el deseo de la carne de formar un solo ser:

“…Inundados sus ojos y se abrazan

Una y mil veces, hasta hacerse daño.

Pero todo es inútil, vano esfuerzo,

Porque no pueden robar nada de ese cuerpo…”

[Lucrecio, La Herida Oculta, Lib. IV]

Las dos partes, se estrechan y se buscan, dentro de sus caricias, miradas, besos, etc. Todo aquello es un intento, bastante iluso e improbable, de formar una sola carne, para así sentir lo mismo.

Frente a esta situación, que parece inexplicable por sí misma, nos preguntamos: ¿Acaso es la medida en la que se estrechan, la medida en que se aman y tratan de formar un solo ser?

Representa la respuesta a esto siempre la voluntad. Una voluntad plenamente natural (por lo tanto irracional) los arrastra a la cercanía, al beso, la caricia y al coito. Esta voluntad plenamente natural Schopenhauer la llamaría Wille Zum Leben [1] (Voluntad de Vivir) y explicaría que es un instinto plenamente natural que está dirigido a todo organismo vivo, para que se reproduzca y así pueda seguir la vida, y se preserve la especie. Pero según su lógica: ¿De quién es esta voluntad de vivir? a esto responderá sardónicamente que quien quiere vivir, es quien planea existir, luego de la unión sexual de los amantes. La causa de todo amor, según Schopenhauer, es siempre el niño que nacería de unión de pareja.

Pero frente a esto, Lucrecio postula que la trascendencia amorosa que se quiere lograr no es un ser más, un bebé; sino que es un deseo de internalizar a la persona amada, o bien internalizar al propio ser en la amada. No obstante, como aquello no puede lograrse, se vuelve una destructiva y dolorosa herida, pero una herida que es invisibilizada por la pasión de los amantes, quienes realmente no saben lo que quieren y siguen estrechándose una y otra vez.

¡Cuán trágica es la situación retratada! Nuevamente, haré dialogar al amargo Schopenhauer, con el triste Lucrecio: el deseo al saciarse, no hace más que reproducirse y engrandecerse en otro deseo, pero jamás llegando a la plenitud o felicidad [2]. Pues el primer deseo de un hombre, al ver a quien será su futura amante, será, quizás, abrazarla. Luego de cumplido este deseo, será un besarla y así seguirá en un espiral ascendente en el que finalizará con un hastío o un sufrimiento. Lucrecio descubrió, a su modo, lo mismo que Schopenhauer:

“Y es que ellos mismos saben que no saben

Lo que desean y, al mismo tiempo, buscan

Cómo saciar ese deseo que les consume,

Sin que puedan hallar remedio,

De su enfermedad mortal…”

[Lucrecio, La Herida Oculta, Lib. IV]

Pues el deseo, tanto en Schopenhauer, como en Lucrecio, es un mal que nos produce el sufrimiento y además es un imperativo destructor de la vida humana: el deseo para estos dos es la enfermedad de la vida, que consume nuestro ser y que nos pide más y más. En el caso de Schopenhauer, se puede identificar explícitamente en esta cita: "El hombre no es nunca feliz, pero se pasa toda la vida corriendo en pos de algo que cree ha de hacerle feliz. Rara vez alcanza su objetivo, y cuando lo logra solamente consigue verse desilusionado."

El deseo, más profundo, que nos produce el amor, es unirse total y completamente a la persona amada, para Lucrecio. Pero este deseo, tristemente, jamás puede ser concluido, jamás se podrá ser físicamente un ser, como diría Lucrecio:

Tanta pasión inútil ponen en adherirse…”

[Lucrecio, La Herida Oculta, Lib. IV]

Todo su deseo, todo su entusiasmo, finalmente no es sino una futilidad, un vacío. El deseo más profundo de los amantes es vacuo, triste e irrealizable.

La fase en la cual el deseo falla, es decir, que no puede llegar a ser, Schopenhauer la hubo de identificar con el sufrimiento… A su vez, Lucrecio la halló una “enfermedad mortal”.

Estas dos almas: Schopenhauer y Lucrecio, me parecieron dignas de dialogar, pues son dos importantes exponentes del pesimismo. Schopenhauer desde la filosofía post-kantiana, en tanto que Lucrecio en sus versos que guardan cierto estoicismo. Sus palabras atraviesan los tiempos y llegan a estar aquí, ahora, los dos juntos. Dialogando sobre la pasión de los amantes, pero evidentemente, con un tinte amargo y pesimista.

Estos dos, pareciesen ser unos “reporteros de la eternidad”, sus palabras atraviesan todos los tiempos y nos llegan con toda su crueldad, pura y sincera hoy en día. A pesar de ser de culturas y tiempos distintos.

Finalmente, identifiqué la magnánimamente poderosa exposición que Lucrecio hace del deseo de los amantes: se aventuró hasta llegar a lo más profundo del sufrimiento humano, arrancó de allí este gran tumor y nos lo vino a mostrar; El sufrimiento profundo –en palabras de Schopenhauer- mientras que para Lucrecio: la “Enfermedad mortal”, es la que padecen los amantes ante la imposibilidad de llevar a cabo su deseo más profundo: el de la unidad.

La única huída, ya sea desde el estoicismo [3], o bien, desde el pesimismo filosófico de Schopenhauer, es el no desear. Esta es la única manera de escapar del sufrimiento y su ausencia, sería la felicidad.

Por vida feliz hay que entender siempre la menos desdichada; es decir, soportable. Y realmente, la vida no se nos ha dado para gozarla, sino para sufrirla, para pagarla.”- Arthur Schopenhauer.

Bibliografía

[1] Schopenhauer, Arthur. El amor, las mujeres y la muerte. Edaf S.A. 2001

[2] Schopenhauer, Arthur. El mundo como Voluntad y Representación. FCE. 2003

[3] Onfray, Michel. Cinismos: Retrato de los filósofos llamados perros. Paidós. 2002

Hliðskjálf.

¿Acaso es sólo la fama el motor del sacrificio, del héroe Beowulf?

“Wotan me ha puesto un corazón duro en el pecho, dícese en una antigua saga escandinava: ésta es la poesía que brotaba con todo derecho del alma de un vikingo orgulloso. Semejante especie de hombre se siente orgulloso cabalmente de no estar hecho para la comparación.[1] Friedrich Nietzsche.

La tesis de Nietzsche, respecto del espíritu implacable, presente en los nórdicos, ese “Corazón duro”, que afirma, de ninguna manera puede tolerar la comparación. Se encuentra en gran medida dentro del espíritu de Beowulf, pues representa una dureza tal, que incluso no duda en entregarse a manos de la madre muerte.

Mi trabajo, entonces, es una meditación acerca del sacrificio heroico en Beowulf y su connotación filosófico-religiosa. El héroe, en esta obra, se muestra muy entusiasmado con la trascendencia de su nombre, los versos cantan:


“Has que mis brazos, después que me quemen

Alto en la costa, un túmulo erijan:

Corone grandioso la Punta Ballenas

Dando a mí gente memoria de mí

Y por ello la llamen los hombres del mar

El Peñón de Beowulf, cuando surquen las naves…”

[Beowulf: 2802-2807]


Beowulf, se muestra preocupado por la trascendencia de su paso por este mundo, quiere asegurar que su estancia en esta tierra no sea la de un ser más, que es lanzado a las tinieblas del olvido luego de la muerte; por el contrario, muestra, y demuestra, la importancia que tiene su entrega voluntaria a los acogedores brazos de la muerte, y no duda en pedir que se bautice con su glorioso nombre una quebrada; pues su sacrificio, por un lado tiene mucho de preocupación por el bienestar de su comunidad, por el otro, tiene una basta significación individual.

Pero: ¿Cómo entender el sacrificio de Beowulf como un acto individual y que además, es también, un hecho fructífero para la comunidad? Desde una perspectiva simple, el sacrificio de Beowulf es un sacrificio por la fama, de hecho, Wíglaf, entre lamentos dice:


“…Para un noble guerrero

Mejor es la muerte, que vida sin gloria”

[Beowulf: 2890-2891]


También se podía ver este anhelo de la gloria, por sobre el valor de la propia vida, pues mientras Beowulf, emprende su lucha contra el dragón, su amigo exclama:


¡Oh querido Beowulf, no dejes de hacer

Lo que en tiempo lejano, de joven juraste:

Que nunca en tu vida, querrías que en nada

Menguase tu fama…”

[Beowulf: 2663-2666]


Por lo tanto, Beowulf encontraba sentido a la vida sólo en la fama, incluso, como un Aquiles, moriría por ella. Además, debe observarse también la inquietud de nuestro héroe, por resguardar su nombre en una quebrada al lado del mar, que ya señalaba anteriormente.

Sin embargo, la reflexión acerca del sacrificio, apenas da su primer paso en los lamentos de Wíglaf. Ciertamente, la visión con respecto al sacrificio para Beowulf, tiene una connotación gloriosa, pero no se agota en aquello.

Con respecto a este aspecto puntual, deberé hacer referencia al mito nórdico, del sacrificio de Odín (que es lo mismo que Wotan). El asio, cuentan las antiguas eddas, no tenía mejor medio, para alcanzarse a sí mismo y a la sabiduría más excelsa, que colgarse de un árbol. Nos cuenta el poema:


“Sé que he estado colgado

De un árbol sobre una roca expuesta al viento

Nueve noches enteras

Con una lanza herida,

Y que me he ofrecido a Odín.

Yo mismo a mí mismo;

Sobre este árbol

Cuya raíz nadie sabe

De donde proviene.[2]


[Edda Poético]


Podríamos pensar, entonces, que existen raíces en el mito de Odín y su descubrimiento de la sabiduría de las runas, para poder aproximarse a una reflexión más profunda, respecto del sacrificio heroico.

Pues, esta cultura del norte, tenía una concepción del sacrificio que era tangencialmente distinta a la del cristianismo. Pues Cristo se sacrifica a favor de la humanidad y del perdón de los pecados, para formar la Nueva Alianza. Sin embargo, Odín cuando se sacrifica no lo hace por alguien más que sí mismo, ni para otra cosa, que no sea la sabiduría de las runas.

En el caso de Beowulf, si bien el sacrificio no tiene una connotación gnóstica, tiene un tinte odinista: la del que exclama: “Yo mismo a mí mismo” al momento de dar el paso hacia la muerte.

Beowulf, da su vida, para sí mismo. Pero esto no es excluyente de la ayuda al resto de la comunidad. Pues él, veía bien, que su recuerdo era lo que perviviría en esa comunidad y en esa quebrada.

El danés deja su vida, pero teniendo presente, que su ser, su nombre y su fama no perecerían con su cuerpo, en garras del dragón. Beowulf veía en su muerte la eternidad del recuerdo.

Nos diría Nietzsche:


Espíritu es la vida que se saja a sí misma en vivo: con el propio tormento aumenta su propio saber - ¿Sabíais ya esto?

Y la felicidad del espíritu es ésta: ser ungido y ser consagrado con lágrimas para víctima del sacrificio…[3]


Es decir, el sacrificio de Beowulf, tenía tras de sí, el anhelo profundo de la felicidad del espíritu, que el filósofo alemán plantea.

Finalmente, aclarando cualquier tipo de interpretaciones: el sacrificio de Beowulf, no guarda un trasfondo cristiano, a pesar de la constante mención que se hace durante el relato, a ese dios extraño al ideal heroico, el dios que se escribe con mayúscula. Sino que este héroe busca la felicidad del espíritu, que no se logra de otra forma que siendo consagrado con lágrimas para víctima del sacrificio… la felicidad que sólo puede tener quien se sacrifica por sí mismo. No por una humanidad que clama por la disolución del pecado original, esas cosas no competen a los guerreros vikingos a quienes Wotan les ha puesto un corazón duro en el pecho.

Por lo tanto, Beowulf y su sacrificio tienen una connotación muy marcada de las creencias nórdicas, especialmente en el mito del descubrimiento del saber rúnico, luego del sacrificio de Odín, pues Odín, luego de su sacrificio dejó a la disposición de los hombres la sabiduría de las runas; Beowulf, por su parte, libró a su pueblo del tenebroso dragón y además bautizó con la gloria de su nombre un bello lugar donde los navegantes y su pueblo pudiesen, recordarle como a un hombre osado y fuertemente vital que prefirió dar la vida por su propio nombre, antes que morir como un cobarde.

.·Hliðskjálf·.



[1] Nietzsche, Friedrich. Más Allá del Bien y del Ma.l. Aforismo: 260. Buenos Aires: Gradifco, 2007.

[2] Niedner, Heinrich. Mitología Nórdica. Barcelona: Olimpo, 1997.

[3] Nietzsche, Friedrich. Así Habló Zaratustra. Cap. “De los Sabios Famosos Santiago: Ediciones Gabriela, 2007.