sábado, 4 de diciembre de 2010

De Vida

Recuerdo haberles hablado, lectores, de la vida como si de arcilla en nuestras manos se tratase. Recuerdo haber dicho que cada cual modelaba su existencia, en torno a sus apetiencias, deseos y voluntad. Recuerdo haberlo dicho, recuerdo haberlo pensado.

Sin embargo, esa convicción pareciese estar difuminándose, tornándose una borrosa sombra, sobre esa arcilla mojada, de la que les hablé. Realmente, pensar que la vida está en nuestras manos, lo sigo pensando en los sentidos en que lo dije, sin embargo, eso es en concordancia a las dificultades, dolores y sufrimientos... mi texto anterior, trataba de responder acerca de situaciones decadentes... ahora bien, a quien ya haya leído, a quien ya haya entendido qué quise decir en esas líneas, dedico la continuación de esta ética que propongo, esta ética autopoiética y a la vez, una ética del devenir.

Ya que pasamos el estadio autopoiético y hemos tomado consciencia del poder que tenemos para con nuestros propósitos e intenciones, llega un punto en el que se ha alcanzado cosas que deseabamos, las necesidades deben ser finitas, delimitadas estrictamente, para que la felicidad no se nos escape como agua entre los dedos.

Tenemos muchos propósitos, deseos, sueños, carencias, así como la harina, a pesar de haber sido resultado de un trigo trabajado, nosotros, en el ahora (quizá alguno que lea no) estamos siendo harina, harina que por sí misma y por sí sola, no sacia a nadie, pues no se ha saciado a sí misma.

El propósito de la harina, es la de volverse o una rica torta, o un simple pan. A pesar del trabajo duro que pueda acarrear el volver el trigo en harina, aún no ha terminado su ciclo, su estado conveniente, su preparación justa para la muerte.

Quien se ha formado, y es ahora harina, ¡me falta decirles que no es suficiente! ¡Falta pasar por un horno! ¡Falta dejarse a las vísperas del monstruoso sufrimiento de la perfección!

Quiero decir, entonces, que luego de haber tomado consciencia que nosotros somos quienes nos formamos y conformamos, con nuestros actos (si es que estos guardan, un mínimo de concordancia con nuestro ser) debemos un momento, dejarnos caer ante el devenir. Debemos saber padecer el cambio, el desgarre y la caída.

Experimentamos la libertad, al tener la arcilla, y esta libertad tiene el sabor amargo del vacío. Estamos sólos, no hay otro/s, sino que llevamos nosotros mismo nuestro peso y nuestra levedad. Las manos de la voluntad y del Demiurgo nos lanzan a la hoguera... nuestro rechinar de dientes es el único medio de perfectibilización. El sufrimiento, no requiere explicación, pues es la realidad positiva por antonomasia, es el paso de la potentia al actum...

Debemos saber dejarnos acontecer, estremecernos, atormentarnos por el vacío de nuestra condición miserable y carenciada, dentro del velo de Maya, que a la vez es perfecta en su quietud y en sus lamentos.

Luego de habernos creado, debemos soltarnos, debemos dejar esa arcilla a la intemperie... debemos saber renunciar al control que nos tenemos. Experimentar la soledad, el vacío y la angustia... pues sólo ellas son signo de virtud.

No podemos vivir manipulando la arcilla de nuestras vidas por la eternidad... debemos saber soltarnos, lanzarnos, dejarnos caer ante el mundo. Quizá esa sea la única forma de abrirnos legítimamente al mundo, arrojarnos ante su devenir, aceptarlo, saber que no somos nosotros los autores de nuestras vidas, en completud. Sino que la parte más fundamental, está en la inocencia, el olvido de nuestra voluntad, oponerse al viento de la otredad, pero también navegar con todos esos vientos, en posteridad.

Hay que dejar de hacer, para empezar a ser. Hay que saber mantenerse en pie, para caer en el ridículo y sufrir el advenimiento de la muerte y del olvido al que estamos destinados. Todos, absolutamente todos somos en y para el olvido. Nadie nos recordará en un tiempo, y si están pensando en nosotros ahora, ya se olvidarán. No podemos vivir en pos de una inmortalidad, para hacer permanecer nuestra deleznable materia en este mundo, o para exhalar nuestro espíritu sobre nuestra época y su posteridad. Existe el presente, ese hacer que se está haciendo, que nunca, jamás llega a hacer-se, pues es el ser mismo. El ser no es el hacer, no es el comer, el beber, el tener, el pensar, el decir, ni menos aún lo que han hecho, comido, bebido, tenido, pensado, ni dicho respecto de él. El ser, es tan extático y estático, que en su advenimiento absoluto, lo único que conoce es el cambio, y puesto que si el cambio es una constante, el cambio se cambia a sí mismo, siempre variando en su constancia, llegando al punto estático para luego volver a su constancia. Su inquietud, contempla la quietud, y su cambio contempla la permanencia. El paso de su paso, no da marcha, sino que se circunscribe su propio límite de la nada y del todo.

Esas son las dos fases de las que hablo: oponerse al viento y nadar entre todas las mareas. El camarón despierto y el camarón dormido en el mismo río, en el que todos somos y no somos.

Esa es la voz del espíritu, no es la medida de los anhelos, es la inocencia... la guía del dejarse caer, sufrir en consciencia e inconsciencia, ser aniquilado y ser víctima del devenir que adviniendo viene... ese sacrificio es la felicidad del espíritu, la medida del sufrimiento y la voluntad de fuerza, que con la propia inocencia, impiedad, sospecha y sufrimiento, aumenta su goce y su saber... La intemperie y el devenir, son tan constantes como estáticos, son tan hábidos de novedad, como de falsificación e inautenticidad... hay tanto vacío haya fuera, que el vacío de nuestros interiores trata de dar una circunferencia y volver a sí mismo... pero en sus fallos, tenemos la vida y en su completud, la muerte y la felicidad. Que son lo mismo, en realidad... un punto estático y extático en torno al vacío de la nada...

Amén

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