sábado, 4 de diciembre de 2010

El desorden y el pecado original

Una consideración pesimista acerca del problema del mal en Agustín


Este trabajo planea dar un diálogo con la idea agustiniana del pecado como desorden, como un acto que es privativo y no como una deliberación activa y consciente de libre disposición y tendencia hacia el mal.

Como sabemos, Agustín es un estudioso de Platón, por lo que asume dentro de su ideario, la idea de que nadie comete una injusticia, teniendo pleno conocimiento de que lo que hace es injusto, malo, perverso, etc. Sino que la maldad tiene su raíz en la ignorancia.

El mal, por tanto, no es una posición de la voluntad humana, a pesar de nuestra libertad, jamás podremos escoger el mal, por el mal mismo. Sino que cuando lo escogemos, lo hacemos puesto que se nos ‘aparece’ como determinado tipo de bien.

La problemática que quisiera destacar, entonces, sería la del no-papel que juega el mal, dentro de este texto. Este mal, del que hablamos, no pudo haber sido parte de la creación de Dios; ya que Dios, en su bondad infinita no puede hacer/ser obra de/l mal. Ante esta paradoja, en que todo lo que existe fue creado por Dios (infinitamente bueno) y a pesar de ello, hay mal en el mundo.

Resulta ser que la única salida que tiene nuestro filósofo, es la de quitarle el ‘ser’ al mal: el mal es meramente una ausencia del bien, ya que el mal no se puede aprender, sino que sólo es producto de la ignorancia[1]. Pero ¿De qué carencia de ser estoy hablando?

Hablo de la carencia de ‘orden’, este concepto tiene una connotación central dentro de la filosofía agustiniana. El orden que había en el principio, fue quebrantado por el desorden de la voluntad humana, que desvió su atención de la razón (aquello que nos distingue de las bestias) y se avocó a la conquista de quereres envanecidos, yendo así a parar en el único fruto del jardín del Edén, que no debía ser comido.

Este desorden inicial, el de haber comido del Árbol del Conocimiento, yendo, así, en contra del mandato celestial de no probar bocado del fruto de ese perverso árbol, que se prestaba a la curiosidad de Eva. Este desorden, ha atravesado la historia de la humanidad, ha sido el principio de la constante caída del ser humano. Caída en el mal, que el devenir histórico no puede redimir sin la ayuda de Dios[2].

Justamente, frente a esta problemática, sería interesante dar una discusión de Agustín con un pensador de la modernidad: Kierkegaard.

Kierkegaard, el teólogo de la angustia, escribió su “Tratado de la Desesperación” para mostrarnos el estado de permanente caída y desorden en el que nos hayamos: no podemos llegar a ser nuestro ‘yo’ en esta vida y en este mundo, producto de ello, sufrimos una enfermedad mortal, que es la desesperación (que a efectos de síntesis, debo decir que es el tener un ‘yo’ y no llegar a serlo) y esta enfermedad, cesa sólo luego de la muerte, logrando cerrar el círculo de la ipseidad y culminando, de esta forma, con la unión plena del hombre con Dios, lo que sería el verdadero ‘yo’ que clama en cada uno de nosotros.

Esta desesperación, en la que nuestro ‘yo’ se ha separado de nosotros mismos, está causada principalmente por la noción de pecado original. Esta desesperación, la vida, en que no podemos ser nosotros mismos es un pecado y este pecado, tiene una radicalidad tan profunda, que no es meramente una falta de conocimiento; sino que por el contrario, este pecado viene a ser constituyente de nuestra naturaleza, nuestro estar-aquí, está siempre erradicado en la noción de tendencia de ser uno mismo, pero sin jamás llegar a serlo.

El pecado es naturaleza, es nuestro modo de ser. El pecado, dice Kierkegaard, es una posición[3], y el modo, en el que se desenvuelve nuestra existencia.

Por lo tanto, este paradigma luterano de la caída y el pecado, viene a destruir el argumento principal del padre de la iglesia. Resulta que el pecado, como consecuencia extraña, rara y especial, no es meramente un producto de la ignorancia y de la caída, sino que como señalaba anteriormente, es constituyente de nuestra naturaleza humana.

Nuestra existencia misma es una caída y una perpetuación en el mal, Schopenhauer señala:

“No conozco nada más absurdo que la mayoría de los sistemas metafísicos, que explican el mal como algo negativo. Por el contrario sólo el mal es positivo, puesto que hace sentir… Todo bien, toda felicidad, toda satisfacción, son cosas negativas, porque no hacen más que suprimir un deseo y terminar una pena”[4]

El mal, no es una mera ausencia, como señalaba, sino que en sus dos acepciones, la del mal a padecer y la del mal moral, son constituyentes de nuestra existencia en el mundo. Esto, porque somos producto de una voluntad ciega[5] que es la cosa en sí (esa misma cosa que, anteriormente, Kant había declarado por incognoscible, Schopenhauer celebra su descubrimiento en la idea de voluntad) y que en su proceso circular en el que el ‘querer’ no quiere otra cosa que el ‘querer’ mismo, y dentro de este proceso circular y absoluto, el querer nos toma (somos sujetos, sujetos del querer, de la voluntad) y producto de esto es que siempre que vamos en el mundo con vistas a alcanzar algún objetivo, o no lo alcanzamos y sufrimos, o bien, lo alcanzamos nos hastiamos y sufrimos. De una u otra manera, el sufrimiento siempre nos tomará, pues el sufrimiento y el querer son intrínsecos, a nuestra miserable existencia.

Para Schopenhauer, nosotros también hemos sido condenados por un pecado original:

“[…] La historia del Antiguo Testamento, a mis ojos es la única verdad metafísica de toda la biblia, aun cuando se presenta allí bajo el velo de la alegoría. Porque nuestra existencia a nada se parece tanto como a la consecuencia de una falta y de un deseo culpable”[6].

Nuestra calidad de condenados a la vida y al sufrimiento, nos viene dada por un deseo inicial, por una respuesta a una apariencia de carencia. Realmente no nos falta nada para ser felices, nos basta con ser lo que somos[7]. Pero ante la huída del ser, el hombre ha hecho del mundo, un objeto al que recurrir en busca de placer, a pesar de que este se encuentre tan cercano al sufrimiento, que es realidad positiva del universo.

El mal, en cuanto a sufrimiento o padecimiento, y también, en tanto concupiscencia, entonces es resultado del deseo, de esta huída a la vastedad que nos da el ser. El hombre huye del ser (no el heideggeriano, sino que ‘su ser’, el ser de Schopenhauer) y en esa huída, se encuentra la absurda y vacía voz del: ‘yo’, del individuo, que es una aberrante ilusión. Pues siempre que el hombre dice ‘yo’ desde su niñez, quizá quitándole un juguete a otro, arrebatándole a la tierra una rosa que consideraba bella, etc. En fin, cuando el hombre dice ‘yo’, ‘mío’ está pecando, está escuchando la voz de esa voluntad ciega y maligna que gobierna todo el querer del hombre. Logrando así, que el hombre siempre haga lo que quiera, sin jamás enterarse qué diablos es lo que quería. Puesto que el querer es el único que quiere y hace del hombre un animal que obra por y para el mal. Que sufre y que causa sufrimiento y hace de este mundo un infierno en el que todos se torturan permanentemente.

Este mundo, para Schopenhauer, sería un completo absurdo que fuera resultado de la creación de un Dios bondadoso y bueno, cito:

“Un dios como ese Jehová, que por su capricho y con produce este mundo de miseria y de lamentaciones, y que aún se felicita y aplaude por ello, ¡Esto es demasiado! Consideremos, pues, desde este punto de vista la religión de los judíos como la más inferior de todas las del mundo civilizado” [8]

La verdad es que este mundo no pudo haber sido el producto del trabajo de un ser todo amoroso sino, más bien, el de una especie del demonio, que trajo criaturas a la existencia con el fin de deleitarse al contemplar su sufrimiento."

Como he desarrollado, entonces, la perspectiva agustiniana para con el mal y con Dios, quedan reducidas al absurdo: o bien, Dios es malo y le encanta dejarnos a la merced del mal, o somos el producto de la Voluntad, que en su crueldad absoluta, nos ha eyectado hacia la existencia y nos ha dejado indefensos a las garras del dolor, el mal y la bondad, en este infierno que es el mundo, resulta un imposible, una utopía de ilusos cristianos.

Agustín, está dentro de este grupo de los ilusos, en la sección de los optimistas, que ven el mundo como una realidad, que tiene un principio de bondad. Mientras que esta vida es una carnicería infernal, en la que cada cual lucha por imponer su propio egoísmo y lucha por huir del sufrimiento, que está siempre presente. Agustín logra abrir los ojos, ya en el medioevo y a pesar de la metafísica optimista cristiana que proclamaba. Esta radicalidad del desorden y del sufrimiento humano, ya tienen una antesala en este santo obispo.

Pero aún, esta consciencia de la realidad no alcanzaba su cima en Schopenhauer, sino que quizá, recién puede hayarse una consciencia monstruosa (por lo tanto lúcida) de la realidad, en Cioran. Pero esta ya es harina de otro costal.



[1] De Hipona, Agustín. Del Libre Albedrío. Parágrafos 2-3.

[2] De Hipona, Agustín. La Ciudad de Dios. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 2009.

[3] Kierkegaard, Sören. Tratado de la Desesperación. Buenos Aires: Santiago Rueda, 1960; pp 119-125.

[4] Schopenhauer, Arthur. El Amor, las Mujeres y la Muerte. Madrid: Edaf, 2005; p. 118.

[5] Schopenhauer, Arthur. El Mundo como Voluntad y Representación. . México: Porrúa, 2005.

[6] Schopenhauer, Arthur. El Amor, las Mujeres y la Muerte. Madrid: Edaf, 2005; p. 124.

[7] Schopenhauer, Arthur. El Arte del Buen Vivir. Madrid: Edaf, 1984.

[8] Schopenhauer, Arthur. El Amor, las Mujeres y la Muerte. Madrid: Edaf, 2005; p. 123.


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